En la tarde calurosa de un domingo de junio de 1963, José Ignacio Fernández y este P3 que suscribe, entramos en una pequeña cueva que habíamos descubierto en otra excursión, realizada pocos días antes a lo largo del canal del Guadalmellato y partiendo, como ya teníamos acostumbrado por ser nuestra residencia, desde la Universidad Laboral. La cueva no tenía nombre que conociéramos, pero tuvimos ocasión de ponerle uno adecuado sin mucho esfuerzo mental.
Cuando nos disponíamos a salir de la cavidad, después de haber realizado un croquis topográfico, de anotar algunas características geológicas y de haber tanteado las posibilidades arqueológicas del lugar, nos quedamos asombrados al descubrir que, en el interior de la galería, recortada en la sección de luz que entraba desde el exterior, alguien nos había colocado un anuncio de los que ya entonces nos resultaban familiares por verse encumbrados sobre algunos cerros próximos a nuestras carreteras. Era asombroso: nos fallaba el sentido de las proporciones de aquel espacio que, al entrar, no nos había parecido capaz de albergar la enorme silueta del negro toro de chapa sustentada por un descomunal armazón metálico, que ahora estábamos viendo. Nuestros desconocidos bromistas eran capaces de hacernos perder las proporciones del pequeño mundo en el que, de improviso, nos encontrábamos confinados por un cancerbero ficticio, que podía ocultar detrás a quién sabe qué malévolas voluntades, y que nos impedía el paso hacia la luz libre.
Permanecíamos paralizados cuando, quizá por efecto del ruido imperceptible para nosotros, de nuestra propia respiración, la negra silueta se movió. Los haces de nuestras linternas incidieron entonces en los ojos de aquel ser y reflejaron un brillo vivo. Inmediatamente las proporciones se ajustaron a la realidad y caímos en la cuenta de que nuestra situación era la de prisioneros de un auténtico toro, que tenía la comprensible costumbre de refugiarse del calor insoportable del verano cordobés, en un fresco recinto que la naturaleza le brindaba. -Al fondo, ¡rápido!, antes de que nos acometa. -No nos acometerá; esto es más estrecho y él no puede pasar hasta aquí-. Nos vimos enterrados en vida, tiempo y tiempo, sin que nadie en la Laboral supiera nunca nada de nuestro fin.
Salimos, claro. El toro debió de llevarse un susto no menor que el nuestro y no esperó a que los extraños soles que le amenazaban desde el oscuro fondo y le herían las pupilas, hicieran algo más, temible por desconocido. Salió precipitadamente de la cueva y nosotros le imitamos, corriendo desde la boca en su misma dirección, pero en el sentido contrario.
La bravura, a todos, se nos supone.